Cómo mi mamá me ayudó a redefinir el éxito cuando me sentía triste por tener dislexia

Si me hubieran preguntado en primer grado: “¿Qué quieres ser cuando seas grande?” Hubiera respondido: “Inteligente, como todos los demás”.

Tengo dislexia y otros problemas como dificultades con la integración sensorial. De niña tuve dificultad para leer y procesar el mundo a mi alrededor. Cuando tenía 7 años mi autoestima era muy baja. Tenía muy poca confianza en mí misma y en mis capacidades.

Todo lo que sabía sobre mi futuro era que no quería seguir siendo “diferente”. Muy en el fondo sabía que era inteligente, pero sin importar cuánto me esforzaba ninguno parecía darse cuenta.

Ahora tengo 25 años, y supongo que pueden llamarme una disléxica “exitosa” en el sentido tradicional de la palabra. Terminé bachillerato, la universidad y mis estudios de posgrado con honores y distinciones. También tengo un buen empleo y experiencia profesional.

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La pregunta que más frecuentemente me hacen es: ¿Cómo lograste ser exitosa?

Sin embargo, una pregunta mejor sería: ¿Cómo defines el “éxito”?

Para mí, empieza con la familia. Desde temprana edad, mis padres siempre hicieron hincapié en nuestra relación y mi bienestar emocional. Se aseguraron de que hiciera mi tarea emocional antes de pensar siquiera en los deberes escolares.

A esto es a lo que me refiero.

Al igual que para muchos niños con dislexia, la escuela fue muy difícil para mí. Recuerdo cuando estudiaba en la escuela media y mi mamá me recogía al terminar las clases. Al subirme al auto esperaba que dobláramos la esquina para empezar a llorar.

En lugar de intentar calmarme o decirme que “me esforzara más”, mi mamá sabía que era el momento de hablar.

Cambiaba el plan de volver a casa y empezar a hacer la tarea escolar que seguramente tenía que hacer aquel día, y en su lugar me llevaba a un lugar tranquilo donde podíamos conversar.

Se trataba de un pequeño restaurante de crepes (generalmente vacío) en el distrito Mission en San Francisco. Ordenábamos crepes de Nutella. Me desahogaba y le contaba cómo me sentía. Ella escuchaba y validaba mis sentimientos. Cuando me tranquilizaba, comentábamos cómo juntas podíamos mejorar la situación en la escuela.

Después de esas charlas sentía que teníamos un plan. Me sentía más preparada emocionalmente para empezar mi tarea esa tarde e ir a la escuela al día siguiente.

Estoy segura de que cuando teníamos estas conversaciones, mi madre estaba preocupaba por las horas que había que dedicarle a la tarea escolar y por mis estudios en general. Sin embargo, nunca me mostró sus preocupaciones. Sabía cómo dejar de lado el papel de madre que supervisaba y ser mi amiga y confidente cuando lo necesitaba.

Así fue como aprendí que “éxito” no significaba letras en la boleta de calificaciones. El éxito en mi familia se medía según cómo yo me sintiera al final del día y si me había esforzado por aprender.

Sí, las calificaciones eran importantes. No obstante, mi mamá sabía que no habrían buenas calificaciones si cada día terminaba llorando.

¿Eso significaba que una vez que me sentía mejor, automáticamente me iba mejor en la escuela? No. Pero el apoyo emocional de mis padres me estimulaba a estar motivada académicamente.

Debido a que nunca me sentí presionada para obtener calificaciones perfectas, desarrollé el deseo de aprender en mis propios términos. Y gracias a Nutella y a nuestras meriendas con crepas, adquirí la madurez emocional para enfrentar todos esos años de escuela.

Por lo tanto, sí he encontrado el “éxito”, pero primero encontré a mi familia. Y sigo midiendo cada día según cómo me siento al finalizarlo.

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